
              Cuando niño escribía para mi madre
                  me complacía complacerla, escribirla
                y ella me leía como quien lee su  sangre.
              Luego seguí escribiendo como  salvavidas
                los dolores del crecer, costos de  entender
                la desilusión, la soledad y sus  heridas.
              Luego llegó el gran amor desmesurado
                  y la pluma a borbotones se movió  frenética
                  convulsa, escritos eternos y  apasionados.
              Aquel primer amor que desgarró la  página
                  papel que se escribe con la misma  sangre
                  que labró la herida surcada por las  lágrimas.
              Y luego el tiempo fue templando la  pluma
                  Angostando la tinta, retorciendo el  drama
                  Aquel mismo tiempo que todo lo cura.
              Pero con ello llego aquel amor sereno
                  con el cual despertamos las  madrugadas
                  Y los escritos se elevaron,  parafernalias.
              Pero la calma no está hecha para  poetas
                  Ya claman las luces de la noche larga
                  y sale la musa envuelta en llamas.
              Nada detiene a la pasión descalza,
                  nadie pretende descolgar las ganas,
                  pétalos de sombras y de comparsas.
              La vejez se cierne sobre la montaña
                  y el poeta teme desterrar el alma
                  perderla en el trino de cualquier  mañana.
              Hoy escribo a aquel niño
                  que escribía a su madre
                  porque entiendo que era
                  lo que siempre buscaba
                  un trozo de vida
                  una pequeña hazaña
                  una caricia siquiera
                  de la mujer amada
                  un rayo de sol
                  una caliente cama
                  un beso en el alma
                  y una nada.