La zona de la puna salteña desde antaño atrajo a gente de espíritu aventurero, soñadores de fortunas, buscadores de oro, hombres de lejanas latitudes que creían en el enriquecimiento fácil y rápido.
San Antonio de los Cobres, allá por 1930 era un pobre caserío hecho de adobe con techos de caña, barro y paja. Con ventanas pequeñas como es característico en la zona, fundamentalmente por el frío que impera en invierno.
La gente, siempre de andar cansino por la altura, buscaba sentarse a las mañanas pasando largas horas bajo el sol, como juntando calor para poder afrontar las heladas noches, tachonadas de estrellas, donde las marcas bajaban más allá de los 10 grados bajo cero. Entonces las reuniones se hacían en el único hotel del lugar, alumbrado con una lámpara a querosene, que hacía un tajo luminoso cortando la oscuridad azulada de las noches de la montaña.
Corrían años de novedosos avances ya que todavía se estaba trabajando en la construcción del ramal a Chile. El nombre del ingeniero Maury se escuchaba a cada rato, y la gente bebía y fumaba en el local amplio y cerrado donde se pasaban unas horas antes de buscar el tibio refugio de un lecho, arropado con colchas hechas de lana de llama.
El Hotel, Almacén de ramos generales y casa de familia era de Dn. Gonzalo Junquera
Ese año apareció en el lugar un alemán alto, rubio como de unos cuarenta abriles. Su nombre era Karl Hellmer y esa noche lo recibieron en la rueda que se formaba en el hotel, en torno a unos tragos de bebidas blancas con que se apaciguaba el frío seco, que cortaba los ángulos de la cara cuando soplaba el Viento Blanco. El Hotel, Almacén de ramos generales y casa de familia era de Dn. Gonzalo Junquera.
Era minero el alemán, gigantesco, de movimientos torpes y dulces ojos azules, pronto encontró amistades y manos comedidas que le ayudaban en cualquier cosa. Hacía sus salidas a las montañas cercanas, caminado a largas zancadas, con una mochila al hombro, donde siempre llevaba una pala y un pico pequeño.
Así lo había confesado, y hablaba de la probabilidad de encontrar una veta aurífera. Por esos años, estaba en explotación la mina "Incahuasi", que producía unos 20 kilos de oro de 20 kilates por mes. Se decía que el precio a que se vendía esta producción, apenas alcanzaba para cubrir los gastos de explotación en las viejas galerías donde estaba la mina de oro, ya explotada cientos de años atrás, por frailes de la Compañía de Jesús que habían llegado hasta allí.
El alemán iba gastando sus reservas a medida que pasaban los días, y pronto tuvo que recurrir a un modesto préstamo que le hizo uno de sus tantos conocidos. Un día, cuando comenzaba el invierno, regresó contento de una prolongada excursión por las montañas cercanas, donde la fatiga le obligaba a caminar lentamente por los escarpados filos. Llegó esa noche al hotel a llenar su lugar en la rueda de amigos, y exhibió un pedazo de cuarzo con una punta dorada. Indudablemente se trataba de un cuarzo aurífero. La muestra paso de mano en mano, y todos los que la observaron convinieron en que se trataba de una excelente muestra que podría provenir de una veta de gran valor. El alemán invitó varias rondas de ginebra, festejando su hallazgo, y adelantando, en su decir arrevesado, que haría una explotación intensiva y que pronto daría una gran fiesta para todos los buenos amigos que le habían ayudado desde que llegara a ese solitario rincón andino. Cuando comenzaron los primeros fríos del invierno, se encontraba entusiasmado con su hallazgo, y marchaba sin temor a las bajas temperaturas en busca del desconocido lugar donde abriría sus actividades mineras en gran escala.
Un día comenzó a nevar al poco rato que partiera de San Antonio. Los copos suaves, balanceándose, caían blandamente sobre el suelo de arena y piedras, comenzando a insinuar una delgada alfombra blanca. Poco a poco la nevada fue adquiriendo mayor intensidad, hasta que llegó el momento en que se mostraba como una verdadera cortina de nieve de grandes copos. El Viento Blanco comenzó a soplar con su impiedad de siempre, y rápidamente se cerraron las puertas de las casas a la espera de que terminara el violento temporal. El cielo despejado y 20 grados bajo cero, fue el epílogo de la tormenta.
El Alemán no volvió esa noche y los amigos se preocuparon, el único policía del pueblo preparó una pequeña partida que salió a la mañana siguiente. Días duró la búsqueda infructuosa, pero nada, al alemán se lo había tragado la tierra. Kilómetros recorrieron y poco a poco fueron abandonando los socorristas hasta que unos pocos amigos se rindieron y rogaron que al alemán loco se le haya dado por irse a la ciudad sin despedirse. “Quizás encontró un pedazo grande de oro y se fue pa la ciudad a venderlo y comprarse una casa” decían algunos.
Tumba dell Alemán Muerto Karl Hellmer en el epitafio dice se lo encontró helado 5 sep 1930
Ya en el verano, un vicuñero cobrizo y arrugado de flaco, contó en el hotel que en el Salar de Arizaro había visto a lo lejos un bulto extraño. Hubo discusiones, y finalmente fueron a ver que era.
Se veía de lejos un brillo de plata y oro. Cuando se acercaron, vieron que era el cabello del alemán que brillaba en el sol, había muerto congelado tratando de regresar al pueblo. Su cuerpo momificado se encontraba parado aún, muy agachado como soportando el viento, apoyado en un palo. Llevaba en la mano un inmenso trozo de oro.
José de Guardia de Ponté